Cien almas

Tanto en mis clases lectivas habituales como en las de teatro suelo comentar a los alumnos que existen algunas cosas que no tienen precio básicamente porque no pueden comprarse con dinero. Poner en escena un musical con 100 alumnos es una de ellas y muy especialmente todo el proceso experimentado hasta el alumbramiento de la criatura.

Un 30 de abril de 2010 fue posible que un centenar de almas subieran con sus correspondientes cuerpos a descargar 9 meses de trabajo, de pasión, de risas y llantos, de bonanzas y crisis emocionales. Cada cual con su historia, con su vida, con sus filias y sus fobias; pero con un objetivo común: regalar. En este caso arte, mejor o peor, pero arte al fin y al cabo. Una frase, un gesto, un paso, una nota o un suspiro. Daba igual, el caso era regalar. Fue preciso para ello constituir una cadena de compromiso con eslabones de todo tipo y condición: largos y cortos, estrechos y anchos, ligeros y pesados, experimentados y noveles; mas eslabones todos ellos. Distintos, únicos, irrepetibles, unidos por un vínculo tan inexplicable como cierto. Si uno se caía el otro lo levantaba. Junto a cada lágrima, una sonrisa presta. Junto a cada miedo, un grupo acarreando el cuerpo y abrazando el alma del compañero, del amigo que apenas unas semanas atrás nos era desconocido.

No puedo ocultar que durante el embarazo hubo momentos de debilidad, de flaqueza y hasta de antojo, pero haciendo uso de mi particular balanza emocional, me quedo prácticamente con cada segundo de la experiencia. Con cada soplo de duende, de buenas vibraciones, de piel. Esa piel que no se compra ni con todo el oro del universo mundo, que se vive apenas un instante y deja en los labios un sabor inigualable. Un regusto que se quedará por siempre jamás en las entrañas y recordaremos como lo más parecido a eso que llaman felicidad. Y es mío, y es nuestro, y no me lo pueden arrebatar por mucho que se empeñen. Igualmente, tampoco importarán las inclemencias vividas o por vivir, pues hoy, en este preciso momento, me lo llevo tan guardadito que ni la más feroz de las tormentas podría hundirlo. Es efímero, no voy a engañaros, pero precisamente porque es efímero es tan grande y tan incomparable.

Tremendo el resultado, no cabe duda, pero mucho más grandioso el mentado proceso que permitió alcanzar nuestra particular gloria. Esa que los antiguos asociaban con la eternidad. Un camino con alguna miajita de sangre, mucho sudor y numerosas lágrimas a las que siguieron cientos de miles de entregadas carcajadas. Y todo ello para hacer posible un sueño plagado de tules y mallas, de viento y cuerda, de chisteras y palomas, de tacones, de puntas y zapatillas anchas, de versos que nacen de las tripas, de corazones bombeando al son de la percusión. Esa misma que marca el ritmo del espectáculo, del querer y del odiar. De la vida, al fin y al cabo.

Gracias y hasta la próxima.